La Trama Terrestre

| lunes, 11 de julio de 2011

(música de fondo para este post: "Perfect Symmetry", por Keane)


"Al destino", escribe Borges en El Hacedor, "le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías". Según esto, parece razonable que diecinueve siglos después de morir Cayo Julio César acuchillado en el Capitolio, un paisano de la provincia de Buenos Aires repita, en una inimaginada variante del latín, pero con la misma tristeza en la entonación, la enormidad de ver a un entenado suyo entre los que lo apuñalan (...)
Yo cumplí hasta acá la decencia elemental de hacer notar que repito una página ajena. O dos, porque lo que sigue recuerdo haberlo leído en un libro de Fucik. Su magia anticipa la de Borges, pero duplica la realidad, no la literatura.
Checoslovaquia había sido invadida. Una trabajadora analfabeta, sin saber que repetía el más célebre de los epitafios griegos, pronunció al morir estas últimas palabras: "Patrón, diga a los de afuera que no me lloren ni se dejen aterrorizar por esto. Hice lo que me ordenaba mi deber de obrera y muero por eso". Lo cuenta Julius Fucik, en Reportaje al pie del patíbulo, y agrega que la mujer no podía imaginar que eso ya estaba dicho desde mucho antes. Estaba dicho desde veinticinco siglos atrás, en el epitafio a los espartanos muertos en las Termópilas: "Peregrino, anuncia a los lacedemonios que aquí yacemos muertos, como la patria lo ha ordenado".
Y a mi me parece que está bien. Trescientos guerreros espartanos muertos, pienso yo, merecían un epitafio como esas palabras que el poeta Simónides de Ceo recordó haber oído, en el porvenir, en boca de una sirvienta analfabeta.

Abelardo Castillo, "Las palabras y los días"

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