Caminos

| domingo, 20 de marzo de 2011

(música de fondo para este post: "El Bien Perdido", por Juan Falú")

Sin embargo, habrá que decirles antes quién y qué cosa era Matilde Arcángel. Y allá voy.
Les contaré esto sin apuraciones. Despacio. Al fin y al cabo tenemos toda la vida por delante.
Ella era hija de una tal Doña Sinesia, dueña de la fonda de Chupaderos; un lugar caído en el crepúsculo como quien dice, allí donde se nos acababa la jornada. Así que cuanto arriero recorría esos rumbos alcanzó a saber de ella y pudo saborearse los ojos mirándola.
Porque por ese tiempo, antes de que se desapareciera, Matilde era una muchachita que se filtraba como el agua entre todos nosotros.
Pero el día menos pensado, y sin que nos diéramos cuenta de qué modo, se convirtió en mujer. Le brotó una mirada de semisueño que escarbaba clavándose dentro de uno como un clavo que cuesta trabajo desclavar. Y luego se le reventó la boca como si se la hubieran desflorado a besos. Se puso bonita la muchacha, lo que sea de cada quien.
Está bien que uno no esté para merecer. Ustedes saben, uno es arriero. Por puro gusto. Por platicar con uno mismo, mientras se anda en los caminos.
Pero los caminos de ella eran más largos que todos los caminos que yo había andado en mi vida y hasta se me ocurrió que nunca terminaría de quererla.

Juan Rulfo, "La Herencia de Matilde Arcángel"

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